De todas las formas de contaminación inventadas por el
hombre moderno la visual es tal vez la más sutil. Va mermando suavemente
nuestra capacidad de apreciar el entorno mediante una siempre creciente pared
de anuncios que de alguna manera están puestas allí para cautivar suave o
violentamente los sentidos del consumidor, que somos todos.
Existen básicamente dos tipos de contenidos, los que nos
interesan (lo que deseamos ver) y los que no nos interesan, que en teoría viene
siendo lo que alguien más colocó allí creyendo que podría interesarnos, a esto
le llamamos publicidad.
El propósito de la omnipresente publicidad es la de vender.
En un mundo que gira a fuerza de dinero no resulta extraño ver por ejemplo
anuncios de restaurantes solapando la vista a una preciosa catedral gótica de
un pequeño pueblo en la Europa del este, la gente siempre necesitará comer y
como la catedral recibe 5.000 visitantes diarios en temporada alta resultará
muy conveniente colocar el anuncio lo más cerca posible de nuestro monumento
milenario. Con esto no se quiere plantear un asunto de moralismos sino señalar
que permitimos la invasión de nuestro espacio cada vez más todos los días. La
carga visual a la que está sometida una persona del pequeño pueblo no será la
misma a la de alguien que vive, por ejemplo, en Nueva York; sin embargo,
proporcionalmente hablando el efecto es muy similar. Una persona que ha llevado
toda su vida rodeado de anuncios las veinticuatro horas del día, tarde o
temprano perderá la capacidad de escapar física y psicológicamente de un
entorno así, será incapaz de lograr apreciar plenamente las bellezas naturales
que existen en este mundo y por último perderá el interés de conservar la
naturaleza que poco aprecia. Mayor disfrute encontrará en su cotidianidad, en
un jugoso big mac o comprar esa prenda de la última temporada.
Estamos todos los días enfrentados a una sobrecarga de
graffitis, vallas publicitarias, anuncios en medios impresos, el internet
abarrotado de anuncios, líneas eléctricas y de material de campañas electorales
--Últimamente demasiado frecuentes en Venezuela-- que termina siendo “basura
electoral” en las calles. Esa sobrecarga tiene un impacto psicológico fuerte,
perjudicial para la salud. No podemos pretender acabar con el marketing y el
capitalismo moderno, pero es necesario ser conscientes de la agresión visual a
la que estamos sometidos día a día (al menos en las ciudades).
Quizás por ahora a la mayoría de las personas no les
molesta tanto anuncio, quizás les parece monótono ver el mismo cielo, mar o
montaña todos los días. Sólo esperamos no tener que esperar a que la sobrecarga
sea insoportable para hacer algo.
Un
planeta convertido en basura es más difícil de recuperar que uno, aún, natural.
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